jueves, 31 de marzo de 2011

Romano Guardini


El origen cristiano de los valores modernos
Romano Guardini

En la Edad Media todos los estratos y ramificaciones de la vida estaban 
informados por lo religioso. La fe cristiana constituía la verdad universalmente aceptada.
La legislación, la organización social, la ética tanto pública como privada, el 
pensamiento filosófico, el trabajo artístico, las ideas que movían la historia, todo, en 
cualquier sentido que fuese considerado, ostentaba el sello común de ser cristiano y 
estar sometido a la Iglesia. Con esto nada queremos decir sobre el valor humano y 
cultural de tal o cual figura, ni de las obras que corresponden a ese cuadro histórico; no 
obstante, hasta la forma de producirse una injusticia estaba sometida a los principios 
cristianos. La Iglesia tenía la más estrecha unión con el Estado, e incluso en aquellos 
casos en que el emperador y el papa, el príncipe y el obispo mantenían relaciones 
tirantes, se acusaban y difamaban mutuamente, no fue puesta en tela de juicio la Iglesia 
en cuanto tal. (...)
En el transcurso de la Edad Moderna esta situación sufre una modificación 
profunda. Se duda cada vez más hondamente de la verdad de la revelación cristiana; su 
valor para la ordenación y dirección de la vida es impugnado con firmeza creciente. 
Para colmo, la orientación de la cultura se pone en contradicción cada vez más aguda 
con la Iglesia. La  nueva pretensión de que las distintas esferas de la vida y de la 
actividad —política, economía, organización social, ciencia, arte, filosofía, pedagogía, 
etc.— debían ser desarrolladas partiendo sólo de sus principios internos, aparece como 
algo cada vez más evidente. De este modo, se configura una forma de vida no cristiana 
y, en múltiples aspectos, anticristiana. Dicha forma se impone de un modo tan lógico, 
que aparece como lo normal, y el postulado de que la vida tiene que ser dirigida por la 
revelación recibe el carácter de una usurpación de la Iglesia. Hasta el creyente acepta en 
gran medida esta situación, por cuanto que piensa que las cosas religiosas constituyen 
una esfera propia, así como las cosas del mundo constituyen la suya; que cada esfera 
debe configurarse según su propia naturaleza, y que debe quedar reservada al individuo 
la determinación de la medida en que desea vivir dentro de cada una de ellas.
                                               
1 Romano Guardini (1885–1968), teólogo y filósofo, es una de las figuras más importantes e 
influyentes del panorama intelectual alemán del siglo XX. El texto procede del El ocaso de la Edad 
Moderna que aparece en el vol. I de Obras de Guardini (Cristiandad, Madrid 1981), pp.104-115. 2
La cualidad de 
persona pertenece a 
la esencia del 
hombre; pero 
solamente se hace 
visible mediante la 
Revelación.
Consecuencia de ello es que, de un lado, surge una existencia laica autónoma, 
libre de influencias cristianas directas, y de otro, un cristianismo que imita de un modo 
característico esa «autonomía». Así como surge una ciencia puramente científica, una 
economía puramente económica, una política puramente política, nace también una 
religiosidad puramente religiosa. Dicha religiosidad pierde cada vez más la relación 
inmediata con la vida concreta, su validez general es cada vez menor, se limita  con 
creciente exclusividad a la enseñanza y práctica  «puramente religiosas», y para muchos 
tiene todavía el único sentido de dar consagración religiosa a ciertos momentos 
culminantes de la existencia, como el nacimiento, el matrimonio y la muerte. (...)
Hemos visto que desde comienzos de la Edad 
Moderna se trabaja por elaborar una cultura no cristiana. 
Durante mucho tiempo esta actitud negativa apunta 
únicamente al contenido mismo de la revelación, no a los 
valores éticos, sean individuales o sociales, que se han 
desarrollado bajo la influencia de aquélla. Por el contrario, 
la cultura de la Edad Moderna sostiene que se basa 
precisamente en estos valores. Según su punto de vista —
aceptado en gran medida por los estudios históricos—, 
los valores, por ejemplo, de la persona, de la libertad, 
responsabilidad y dignidad individuales, del respeto mutuo y de la mutua ayuda, 
constituyen posibilidades innatas en el hombre, descubiertas y desarrolladas por la Edad 
Moderna. Afirma esta tesis que es cierto que la formación humana de los primeros 
tiempos del cristianismo cuidó de desarrollar esos gérmenes, al igual que la Edad Media 
fomentó la vida interior y la práctica de la caridad. No obstante, la autonomía de la 
persona hizo posteriormente su aparición, y se trata de una conquista de orden natural, 
independiente del cristianismo. Este modo de ver las cosas se acuña en múltiples 
expresiones; una de ellas, especialmente representativa, la hallamos en los derechos del 
hombre, proclamados por la Revolución Francesa.
En realidad, estos valores y actitudes están vinculados a la revelación, que está en 
una relación específica con lo que es humano por naturaleza. Procede de la liberalidad 
de Dios, pero asume lo humano dentro de su armonía, naciendo así la estructura 
cristiana de la vida. Como consecuencia, quedan libres en el hombre energías que en sí 
son «naturales», pero que no se hubieran desarrollado fuera de esa estructura. Aparecen 
en el campo de la conciencia valores que, si bien son evidentes en sí, solamente pueden 
ser descubiertos bajo esas condiciones. Por tanto, la tesis de que estos valores y
actitudes en cuestión corresponden simplemente al desarrollo de la naturaleza humana 
ignora el sentido real de los mismos; más aún, desemboca —digámoslo sin rodeos— en 
un fraude que pertenece también, para quien vea las cosas como son, al cuadro de la 
Modernidad.
La cualidad de persona pertenece a la esencia del hombre; pero solamente se hace 
visible y puede ser afirmada por la voluntad moral si mediante la revelación se abre 
paso a la relación con el Dios personal vivo en los dogmas de la filiación divina y de la 
divina providencia. Si esto no ocurre, tendremos conciencia del individuo bien dotado, 
distinguido, genial, pero no de la persona auténtica, que constituye una determinación 
radical de todo hombre por encima de todas sus cualidades psicológicas o culturales. 
Así, pues, el saber acerca de la persona queda ligado a la fe cristiana. La afirmación y el 3
Ya Nietzsche 
advirtió que el 
hombre no cristiano 
de la Modernidad 
no sabe realmente lo 
que significa no ser 
cristiano.
cultivo de la primera sobreviven ciertamente durante algún tiempo a la extinción de esa 
fe, pero luego van desapareciendo paulatinamente.
Lo mismo puede decirse de aquellos valores que constituyen el desarrollo de la 
conciencia de ser persona. Así, por ejemplo, de aquel profundo respeto, no a la 
inteligencia extraordinaria o a  la posición social, sino a la realidad de la persona en 
cuanto tal: a su unicidad cualitativa y a su carácter irremplazable e inalienable en todo 
hombre, aun cuando en lo restante tenga éste la misma índole y capacidad que los 
demás. O de aquella libertad que no significa la posibilidad de desarrollarse y de gozar 
de la vida, reservada por ello a los privilegiados de la naturaleza o de la sociedad, sino la 
aptitud de todo hombre para decidirse y para ser dueño, con esta decisión, de sus actos 
y, en sus actos, de sí mismo. O bien de aquella inclinación hacia el otro, que no supone 
simpatía, ayuda mutua, deber social o algo por el estilo, sino la posibilidad de afirmar el 
«tú» en él y de constituirse en «yo» mediante esa afirmación. Todo esto se mantiene vivo 
sólo en tanto que el saber acerca de la persona conserve su vitalidad. Pero a medida que 
ese saber va degenerando a la par que la fe en las relaciones con Dios, que enseña el 
cristianismo, se desvanecen también aquellos valores y actitudes.
El hecho de que no se reconociera la relación de la revelación con lo humano, de 
que la Modernidad se adjudicara la paternidad de la cualidad de persona y de la esfera 
de los valores personales, pero rechazara la revelación que constituía la garantía de esa 
cualidad y de esa esfera, ha dado origen al fraude intrínseco de que antes hablábamos. 
Todo este complejo se ha ido desvelando poco a poco. El clasicismo alemán se apoya 
en valores y actitudes sometidos ya a revisión. Su concepción del hombre es noble y 
bella, pero sin la suprema raíz de la verdad, puesto que rechaza la revelación, aunque se 
nutra absolutamente de sus resultados. Por esto su actitud 
humana empezó a difuminarse ya en la generación 
siguiente. Y no porque el nivel de ésta fuese más bajo, 
sino porque la cultura de la persona, arrancada de sus 
fundamentos, demostró ser impotente frente al naciente 
positivismo.
Este proceso ha seguido su camino hacia adelante, y 
cuando más tarde brotó de improviso el sistema de 
valores de las dos últimas décadas, tan rotundamente 
opuesto a toda la tradición cultural de la Edad Moderna, 
tanto ese carácter repentino del fenómeno como esa posición fueron meramente 
aparentes; lo que en realidad ha sucedido es que se hizo patente un vacío, existente ya 
con mucha anterioridad: juntamente con la revelación había desaparecido la conciencia 
de lo que es auténticamente la persona y de su mundo de valores y actitudes.
Los tiempos venideros arrojarán una claridad espantosa, pero salvadora, sobre 
estas cosas. Ningún cristiano puede alegrarse del progreso de esta actitud anticristiana, 
pues la revelación no es ciertamente una vivencia subjetiva, sino la verdad absoluta, 
consumada por aquel que, a su vez, creó el mundo; y todo momento histórico que hace 
imposible el influjo de esa verdad está  amenazado en lo más íntimo. Sin embargo, es 
necesario que se descubra el fraude de que hablamos. Se verá entonces a qué realidad se 
llega si el hombre se desliga de la revelación y del usufructo que de ella venía teniendo.
Pero aún no hemos dado respuesta a la pregunta siguiente. ¿De qué naturaleza 
será la religiosidad del futuro? No hacemos referencia a su contenido revelado, que es 
eterno, sino a la manera de realizarse éste en la historia, a la estructura humana de ese 4
La historia no puede 
ser desandada: si el 
hombre actual se hace 
pagano, lo será en un 
sentido totalmente 
diferente al del 
hombre del tiempo 
anterior a Cristo.
contenido. Sobre esto habría que decir muchas cosas y se podrían hacer muchas 
conjeturas; sin embargo, tenemos que ser breves.
Ante todo, tendrá gran importancia lo que hemos indicado últimamente: el fuerte 
progreso de la forma de existencia no cristiana. Cuanto mayor sea la decisión con que el 
incrédulo niegue la revelación, y cuanto más consecuente sea en la práctica de esa 
negación, tanto mayor será la claridad con que se verá lo que es ser cristiano. Es preciso 
que el incrédulo salga de la niebla de la secularización, que renuncie al beneficio abusivo 
de negar la revelación, apropiándose, sin embargo, los valores y energías desarrollados 
por ella; que ponga en práctica seriamente la existencia sin Cristo y sin el Dios revelado 
por él y tenga experiencia de lo que eso significa. Ya Nietzsche advirtió que el hombre 
no cristiano de la Modernidad no sabe realmente lo que significa no ser cristiano. Las 
décadas pasadas han proporcionado un esbozo de ello, y sólo constituyeron el 
comienzo.
Se va a desarrollar un nuevo paganismo, pero de naturaleza distinta que el 
primero. También aquí encontramos una falta de visión clara, que afecta a otras cosas, 
entre ellas a nuestras relaciones con la Antigüedad. El hombre no cristiano actual tiene 
con frecuencia la opinión de que puede suprimir el cristianismo y buscar un nuevo 
horizonte religioso partiendo de la Antigüedad. Pero en esto yerra. La historia no puede 
ser desandada. La Antigüedad como forma de existir pasó definitivamente. Si el hombre 
actual se hace pagano, lo será en un sentido totalmente diferente al del hombre del 
tiempo anterior a Cristo. La actitud religiosa de este hombre, pese a toda la grandeza 
tanto de su vida como de su obra, tuvo algo de ingenuidad juvenil. Vivió en un tiempo 
en que aún no había tenido lugar la opción que supone 
la venida de Cristo. Mediante ella, sean cuales sean sus 
consecuencias, entra el hombre en un nuevo plano 
existencial; Sören Kierkegaard puso en claro esto de 
una vez para siempre.
La existencia del hombre cobra, a partir de esa 
opción, una seriedad que la Antigüedad no conoció, 
porque no podía conocerla. Dicha seriedad no tiene su 
origen en una madurez meramente humana, sino en el 
llamamiento de Dios, que la persona oye a través de 
Cristo. Abre ésta los ojos, y queda, quiéralo o no, 
despierta. Se origina de la participación a lo largo de los 
siglos de la existencia de Cristo; de la experiencia de aquella tremenda claridad con la 
que él «ha sabido lo que hay en el hombre», y de aquel valor sobrehumano con que él 
abordó la existencia. De ahí el extraño efecto que nos producen los anticristianos de no 
haber alcanzado la madurez al apoyarse en la fe de la Antigüedad.
Dígase lo mismo de la revalorización de la mitología nórdica. A no ser que sirva 
únicamente para encubrir fines de poder, como en el nacionalsocialismo, es tan vana 
como la de la mitología antigua. El paganismo nórdico se encontraba igualmente ante la 
opción que le obligaba a abandonar el vivir oculto y, a la vez, lleno de trabas de una 
existencia natural, con sus ritmos e imágenes, para penetrar en el  mundo serio de la 
persona, fueran cuales fueren las consecuencias de esa opción.
Con mayor razón ha de decirse lo mismo de todas las tentativas de crear una 
nueva mitología mediante la secularización de pensamientos y actitudes cristianos, 5
como sucede, por ejemplo, en la poesía de Rilke de última hora
2
 Lo que esta poesía .
tiene de original, es decir, la voluntad de quitar a la revelación su carácter trascendente y 
fundamental, una existencia únicamente terrena, muestra ya su impotencia por su 
incapacidad para influir sobre el nuevo ambiente que va surgiendo. Los intentos de los 
Sonetos a Orfeo, en este sentido, adolecen de una indigencia que da lástima, y que en la 
pretensión expresada en las Elegías llega a producir extrañeza.
Por lo que hace, finalmente, a concepciones como la del existencialismo francés, 
que niegan de forma tan brutal el sentido de la existencia, uno se pregunta si no 
constituirán una especie de romanticismo desesperado, cuya posibilidad se debe a las 
conmociones de las últimas décadas. Una tentativa no sólo de colocar la existencia en 
contradicción con la revelación cristiana, sino de basarla en fundamentos 
independientes de la misma y totalmente secularizados, habría de caracterizarse por un 
realismo completamente distinto. Tendremos que esperar para ver en qué medida logra 
el mundo oriental convertir esa tentativa en realidad y qué ocurrirá entonces con el

ABORTO, CRIMEN DIABÓLICO.

Cuando se mata a un inocente que no se puede defender y que no tiene quién lo defienda, este crimen se convierte en el peor que pueda cometer la humanidad. Pero además, la criatura sufre mientras se le mata, es un sufrimiento indecible, porque el bebe aún no había aprendido que es el dolor.
El personal médico que realiza semejante abominación, entra en el terreno de lo diabólico, porque sus ojos pueden ver el destrozo y la sangría que han cometido por un puñado de euros, ellos nunca lo hacen pensando en el bien de la madre, porque una vez consumado el asesinato, mandan a paseo a la mujer de turno.